—¡¿Divorcio?! —exclamó el príncipe Alfa con una voz grave que retumbó en el gran salón.
El eco de sus palabras pareció paralizar el aire por unos segundos. Frunció el ceño, se levantó del trono y descendió un par de escalones, con la capa ondeando tras él.
Sus ojos, oscuros y brillantes como el ónix, se clavaron en Narella con intensidad.
—¿Divorcio, ha dicho? —repitió, incrédulo, casi ofendido.
Narella bajó la mirada, no por vergüenza, sino para ocultar las lágrimas que ardían en sus ojos. Pero Alessander no apartaba la vista. La analizaba. La contemplaba.
«Es una mujer de nobleza indiscutible, de belleza serena, con una dignidad que no muchos poseen. Cualquier macho con honor se sentiría orgulloso de tenerla a su lado. ¿Qué clase de idiota prefiere una campesina por encima de ella?», pensó con rabia contenida.
—¡¿Cómo te atreves?! —bramó Selith, cruzando el salón a grandes zancadas para encarar a su esposa. Sus ojos se habían vuelto salvajes, rojos de ira, como si hubiera sido él el