La voz interna de Severon —el lobo guardián del rey— vibró como un trueno en su pecho:
«Jarek… algo está mal… algo… no me siento bien».
Pero Jarek ya no podía pensar con claridad.
Su respiración era agitada, sus sentidos distorsionados. La puerta se abrió y, como si el universo supiera el momento exacto, Elara apareció con su rostro sereno, amoroso.
—Hola, mi amor…
No alcanzó a terminar la frase.
Jarek la miró con los ojos febriles, encendidos como carbones ardiendo, y sin decir una palabra, la atrapó entre sus brazos.
La besó con fuerza, con un hambre que jamás había sentido. La llevó hasta la cama, con movimientos intensos, desesperados, y casi desgarró su camisón de dormir. Elara jadeó.
—¡Jarek! Estás... estás hirviendo…
—No es fiebre… eres tú. Me calientas.
Sus labios se fundieron de nuevo, más salvajes, como si en lugar de piel fueran fuego.
Las caricias se multiplicaron, su tacto era áspero y cálido, un lobo dominado por un deseo insaciable. Las pupilas de Jarek estaban dilatadas