Cuando Esla cayó, el impacto fue seco, su cuerpo golpeó la tierra con un sonido sordo, mezclado con un jadeo agónico.
El disparo la había alcanzado, y aunque su cuerpo seguía con vida, el onagra —ese veneno maldito diseñado para adormecerla y debilitarla— ya corría por su sangre, como cadenas líquidas que la ataban desde dentro.
Su lomo temblaba, su respiración era desigual, y sus patas apenas respondían.
Y entonces, él rio.
Esa risa grave, arrastrada y venenosa, la atravesó como un puñal frío en el alma.
Bernard, con sus botas manchadas de barro y sangre, se acercó lentamente, con la confianza de quien se cree invencible.
Se detuvo frente a ella y se agachó con lentitud, deleitándose con su sufrimiento. Los ojos grises del hombre brillaban con perversión, y su sonrisa era una mueca torcida de orgullo antiguo.
—Mira nada más… —dijo, como si estuviera viendo a un trofeo vencido—. La pequeña loba dorada. Qué decepción.
Esla aulló débilmente, no de dolor físico… sino de impotencia, de ra