Elara avanzó por el extenso corredor de mármol blanco con el corazón palpitando en el pecho. Llevaba días sintiendo esa angustia ahogada, ese nudo en la garganta que no terminaba de soltarla. Quería ver a Jarek, su rey… su esposo… su fortaleza. Tal vez si lo miraba a los ojos, si se perdía en su abrazo, todo dolería un poco menos.
Al llegar al salón del trono lo encontró de pie, de espaldas, con los puños apretados a ambos lados del cuerpo. Su silueta imponente, siempre tan firme, se veía hoy más tensa, más quebrada. Pero cuando él giró y la vio, algo en sus ojos oscuros se suavizó. Caminó hacia ella con determinación y la envolvió en sus brazos con una ternura desesperada, como si al tenerla cerca pudiera contener todos los peligros del mundo.
—Mi amor... —murmuró Jarek, hundiendo su rostro en el cuello de ella—. ¿Cómo estás?
Elara sonrió con debilidad. Quiso mentir, decir que estaba bien, que todo marchaba con normalidad… pero la tristeza por su hija seguía ardiendo en su pecho como