Heller intentó tomarla por la fuerza, sus manos ásperas, buscando atraparla como si fuera de su propiedad.
Pero Eyssa, con un movimiento desesperado, lo apartó, empujándolo con toda la rabia contenida en su pecho.
—¡Heller, eres un sinvergüenza! —escupió con un temblor de ira en su voz—. ¿Qué demonios haces aquí?
Él arqueó una ceja, con esa sonrisa arrogante que siempre había usado para atormentarla.
—Esta es mi habitación, querida —su tono estaba impregnado de burla venenosa—. Y pronto tu adorado Hester estará aquí. Tendrás que explicarle por qué estabas en mi cama… siendo poseída por mí.
El veneno en esas palabras la quemó por dentro. Eyssa no soportó más: alzó la mano y lo abofeteó con tal fuerza que el sonido retumbó en las paredes como un látigo.
Heller se quedó helado, incrédulo, con los ojos encendidos de furia. ¿Cómo se atrevía aquella loba a levantarle la mano a un príncipe?
La respiración de él se volvió pesada, animal, desbordada de rabia.
—¡Me has pegado! —rugió con los co