El rey se levantó con solemnidad, el peso de los años y del reino reflejado en su espalda recta.
Sus ojos azules, profundos y cansados, se fijaron en Hester con una intensidad que podía derretir la piedra misma del castillo.
Hester, con la frente en alto, recibió su mirada y se inclinó ligeramente en señal de respeto.
—¡Salgan todos! —ordenó el rey, su voz, resonando con la autoridad que solo un monarca podía imponer.
Todos los presentes obedecieron de inmediato, dejando el gran salón en un silencio absoluto, solo roto por los pasos tensos de padre e hijo, acercándose el uno al otro, como dos lobos a punto de medirse en un duelo silencioso de poder y orgullo.
—¿Quieres desterrarme? —la voz de Crystol estaba cargada de incredulidad y dolor.
Hester alzó la mirada, con los ojos brillando de determinación y un matiz de temor que solo él podía permitirse mostrar ante su padre.
—¡Su Majestad! —exclamó con voz firme—. Hice un juramento a mi padre, a mi Alfa, a mi rey. No voy a desterrarlo, p