—¡Detengan al príncipe Hester y tráiganlo ante mí! —sentenció el rey Crystol con voz grave, su eco resonó en todo el salón del trono.
Nadie osó contradecirlo. Los generales y soldados se inclinaron y salieron a ejecutar la orden.
Lo que ninguno de ellos sabía era que Hester ya se encontraba en camino.
No huía, no se escondía.
Corría en su forma lobuna, acompañado por Eyssa, su esposa y princesa, así como por los guerreros que ahora eran parte de su nueva manada.
Atravesaban los bosques con paso firme, y la luna llena iluminaba sus siluetas plateadas.
El pueblo de lobos salvajes había sido curado gracias a él; los aldeanos que antes estaban malditos ahora podían caminar libres, agradecidos, y lo habían seguido con la esperanza de unirse al reino, de ofrecer su lealtad.
Hester venía con noticias de triunfo, con la gloria de haber hecho lo que muchos creían imposible.
Pero antes de llegar a las murallas del castillo, el destino le tendió una emboscada.
De repente, el aullido de advertenc