El rey se levantó de golpe del trono, con el rostro desencajado y la respiración entrecortada.
Sus manos, que siempre habían sido firmes, temblaban como si hubiesen perdido toda autoridad. Miraba al vacío, incapaz de asimilar lo que acababa de escuchar.
—¡No puede ser! —exclamó con un grito que resonó en el salón real—. ¡Esto es imposible!
El silencio se apoderó de los cortesanos presentes, que no se atrevieron a levantar la vista del suelo. El consejero real, un hombre de cabellos grises y voz grave, fue el único que se atrevió a hablar, avanzando unos pasos con cautela.
—Majestad, debemos dar aviso inmediato al reino Rosso y a la manada Granate. No podemos guardar silencio sobre esta desgracia.
El rey apretó los puños, conteniendo una ira que no sabía si era contra el destino o contra sus propias decisiones.
Luego negó con la cabeza con brusquedad.
—¡Esperen, aún no! —tronó su voz—. Antes de anunciar la tragedia, quiero que se lleve a cabo el matrimonio de mi hijo Heller. No permiti