—¡Es una loba dorada! —bramó Jarek con una furia contenida, su voz resonando como un trueno en las paredes de piedra—. ¡Todos, al salón del trono ahora mismo!
La sala quedó en un silencio abrumador, solo interrumpido por el eco de sus pasos pesados al marcharse.
Kaela no tardó en seguirlo. Sus tacones repicaban con desesperación sobre el mármol, hasta que logró alcanzarlo en el corredor.
—¡Su majestad! —exclamó, tomándole del brazo con una mezcla de súplica y temor—. Esa loba dorada… ¡ella tiene un esposo! ¿Acaso va a permitir semejante deshonra? ¡Es traición! ¿Qué clase de loba abandona a su marido por un trono?
Jarek giró apenas el rostro, sus ojos oscuros destellando con molestia.
—No te entrometas, Kaela.
—Pero, mi señor… —insistió, con la voz quebrada por la frustración—. Ella solo quiere poder. Solo quiere arrebatarle su lugar y su voluntad. Usted… usted puede detener su ambición. Solo usted. Déjeme estar con usted en el salón del trono.
El rey se detuvo por un instante. No la mi