Afuera de la mazmorra, Selith sonreía con esa satisfacción oscura que le recorría el alma cuando sentía que el poder estaba de su lado. Caminaba con calma, saboreando la humillación que acababa de imponer.
Los gritos de Narella resonaban en sus oídos como música.
—Así aprenderás quién manda, loba bastarda —murmuró, satisfecho.
Pero entonces, un estruendo sacudió el aire.
Un rugido que no pertenecía a ningún lobo ordinario.
La tierra tembló. Las paredes crujieron. Y los guardias se apartaron, temblando de miedo. Un lobo dorado, de ojos encendidos como soles en llamas, apareció al final del pasillo. Su presencia imponía. Su sola aura gritaba realeza salvaje.
Era el príncipe Alessander. Convertido. Poseído por su lobo, Persedon.
Selith palideció.
El gran lobo dorado se inclinó apenas, mostrando su autoridad innata, sus colmillos aún manchados por el aliento de batalla.
—¡Su majestad! —gritó uno de los sirvientes, cayendo de rodillas.
—¿Dónde está? —gruñó Alessander, la voz saliendo con ec