Pronto, la embarcación atracó en los viejos muelles de la isla Brístol.
Un lugar olvidado por la mayoría, casi un mito entre los súbditos del Reino del Norte.
La isla parecía desértica, cubierta de brumas heladas que se levantaban del mar y se deslizaban entre las piedras húmedas. A
penas unos pocos guardianes vivían allí, encargados de vigilar aquel territorio árido y silencioso que, pese a su abandono, seguía perteneciendo a la corona.
El aire olía a sal y soledad.
Hester bajó del barco con paso firme, llevando a Eyssa del brazo. Ella, aun con el corazón inquieto, observaba el horizonte con la sensación extraña de que algo estaba por ocurrir. No era miedo todavía, sino un presentimiento, como un eco en la sangre que le advertía de un destino oscuro.
Caminaron por los senderos pedregosos que conducían a la única casa en pie de la isla, una construcción robusta de madera ennegrecida por el viento. Sin embargo, justo cuando creyeron que la tranquilidad les permitiría descansar, una ame