En el palacio, la noche era espesa y silente.
Las estrellas parecían haber desaparecido del cielo, como si presintieran lo que se avecinaba. Alessander yacía en su lecho, pero el sueño no le ofrecía descanso.
Cerraba los ojos solo para caer en la trampa cruel de sus pesadillas.
En su visión, no era hombre, sino bestia. Su lobo interior, Persedon, había tomado el control y corría sin aliento por un sendero oscuro, húmedo y cubierto de sombras. El bosque parecía cerrarse a su paso, como si quisiera retenerlo allí, atraparlo para siempre.
Entonces la vio.
Una silueta conocida emergió entre la neblina. Era la loba de su amada Myran. Su pelaje blanco brillaba como una llama fantasmal, etérea y dolorosamente familiar.
—¡Myran! —gritó con el alma desgarrada, pero su voz se perdió en la espesura.
La loba se detuvo, lo miró... y aulló.
Un aullido que heló la sangre de Alessander. Un aullido que no pedía ayuda. Era una despedida.
Antes de que pudiera alcanzarla, Myran desapareció entre la bruma.