El ejército que protegía a la consorte Mahi atacó con la furia de quien no conoce otra vida que la guerra.
No fue un enfrentamiento limpio ni ordenado: fue una embestida salvaje, garras y cuchillas brillando, gritos que rasgaban la madrugada.
Los protectores de la casa se lanzaron con todo, lanzaron un aullido que resonó como alarma: era el llamado de auxilio que debía llegar a Hester y a su guardia.
Dentro, Mahi intentó transformarse; lo hizo con la desesperación de quien cree que la piel propia puede ser refugio.
Pero una vieja herida, aquella que Luna Bea le infligió años atrás, le sostuvo la traición en la carne: el dolor le atravesó como un hierro y su voluntad flaqueó.
La magia de la luna, que antes la hubiera arropado, no respondió. Esta vez, su cuerpo no obedeció.
Los hombres enemigos avanzaron sobre ella. No hubo piedad.
La tomaron por sorpresa, la rodearon con cadenas de plata y minutero frío.
Le colocaron grilletes que quemaban como la mente culpable.
La llevaron consigo, e