El rey Crystol jadeó, como si hubiera emergido de un sueño oscuro.
Sus ojos se abrieron con una claridad que nadie le había visto en años; miró a Bea, a Mahi, a la sala congelada en miedo.
Sintió, por fin, a su lobo, no como una bestia ciega, sino como una naturaleza que se conectaba con la Luna.
Un rugido interior brotó en su pecho, como el reconocimiento de algo imprescindible.
Crystol vio a Mahi y la olió; aquel aroma era el de su mate, su Luna.
Y, de pronto, recordó todo: las decisiones justas y las crueles, las noches de silencio y los actos que creía haber olvidado.
El recuerdo más atroz se le clavó en la memoria: la imagen de su hijo muriendo por una orden suya.
El dolor, la furia y la vergüenza lo invadieron, como un veneno que por fin hacía efecto.
—¡Su Majestad...! ¿Está bien? —exclamó Bea, la voz quebrada.
Crystol, sin embargo, clavó sus ojos en Mahi con rabia y desconcierto.
—¿Qué le diste a beber, bruja? —gruñó, la palabra como un golpe.
Mahi no contestó; su sonrisa fue