Hester levantó a Eyssa del suelo con un cuidado desesperado, como si temiera que su cuerpo frágil se deshiciera entre sus brazos.
Su respiración era débil, su piel fría. La acomodó en el asiento de su auto y, sin mirar atrás, cerró la puerta con brusquedad.
—¡Hester, no puedes llevarte a mi esposa! —gritó Heller con la voz cargada de furia y desesperación.
Pero el príncipe no respondió.
Con los ojos clavados en el frente, arrancó el motor y salió disparado. La rabia de su hermano resonó detrás de él, como un eco que intentaba alcanzarlo.
Heller rugió, la ira destrozándole la garganta.
—¡Regresa, maldito!
Una mano femenina se posó sobre su pecho, conteniéndolo.
—Heller, mírame… ahora somos tú y yo. Yo te salvé, ¿recuerdas? —susurró Irina, con un dejo de dulzura venenosa.
Él la miró, y por un instante, la abrazó como quien se aferra a un salvavidas en medio del naufragio.
—Debemos ir al palacio… —murmuró con urgencia—. Ellos también irán allí. No quiero que padre me odie.
—No lo hará —r