Cuando Eyssa abrió los ojos, la primera sensación fue un vacío en el pecho, como si el tiempo hubiera retrocedido a la fuerza y la hubiera arrojado de nuevo al punto exacto donde todo comenzó… y donde todo acabó.
Estaba en aquella habitación que conocía demasiado bien, los muros fríos, la cama amplia, el olor a incienso que siempre le producía mareo. Sus dedos temblorosos bajaron instintivamente hasta su vientre, y entonces lo comprendió.
Había renacido.
No era un sueño. No era un recuerdo. Estaba allí, en el mismo instante donde el destino había dado su giro cruel.
La puerta se abrió de golpe. Una de las doncellas entró apresurada, el rostro iluminado por la emoción.
—¡Princesa! —exclamó casi sin aliento—. ¡Los príncipes han regresado del campo de batalla!
La noticia le atravesó el alma como un cuchillo.
El corazón de Eyssa comenzó a latir con fuerza descontrolada, como si quisiera escapar de su pecho.
El tiempo se repetía, y con él, la herida que había jurado no volver a abrir.
Con