Los gritos desgarraban el aire como cuchillas de fuego. La tensión era insoportable, como si el tiempo mismo hubiera contenido el aliento en medio del caos.
Los guardias irrumpieron en la escena, decididos, furiosos, empujados por el pánico y el instinto de proteger.
La mujer, con la respiración entrecortada y los ojos enloquecidos, intentó escapar. Su cuerpo se movía como un animal acorralado, arañando, golpeando, pataleando con desesperación.
—¡Suéltenme! ¡NO! ¡Déjenme! —chillaba, su voz convertida en un eco frenético, tan agudo que erizaba la piel.
Pero fue inútil. Cuatro hombres la sujetaron con fuerza, rodeándola, inmovilizándola como a una bestia salvaje. Su cuerpo se retorcía, pero no tenía salida.
—¡Llamen a los médicos! ¡RÁPIDO! —gritó uno de los soldados, desesperado.
Y entonces, el horror.
Jarek cayó. Como si sus piernas hubieran olvidado cómo sostenerlo. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, y de su abdomen comenzó a brotar la sangre, oscura, caliente, como una marea impa