Todos aguardaban en un silencio que pesaba como una losa.
El aire estaba denso, sofocante, como si cada respiración doliera.
Pero nada sucedía.
El rey Alfa seguía tendido, inmóvil, ajeno a las súplicas, ajeno al mundo.
Los murmullos comenzaron a crecer como un eco inquietante.
La desesperación calaba hasta los huesos. Algunos, con el corazón roto, empezaban a rendirse… y a pensar lo peor.
—¡El rey Alfa no despierta! —la voz del líder del consejo rompió el silencio con un tono grave y sombrío—. Quizás la medicina no es suficiente… quizás… nunca volverá a abrir los ojos.
Elara, la Reina Luna, se incorporó lentamente. Sus ojos, húmedos, pero firmes, reflejaban una determinación feroz.
—Retírense —ordenó con voz baja pero afilada como una hoja—. Déjenme a solas con mi Alfa.
Sus hijos, temblando entre la esperanza y el miedo, se acercaron a ella.
Elara posó las manos sobre sus mejillas, acariciando con ternura el rostro de cada uno.
—Confíen en su madre —susurró, y aunque su voz era suave,