Luna Elara alzó la mirada, y sus ojos —enrojecidos por el llanto— brillaron con un destello de esperanza que se aferraba a la última chispa de fe.
—¡¿Cuál?! —su voz se quebró, desgarrada por la desesperación—. Por favor… ¡Ayúdame!
Narella respiró hondo, como si estuviera a punto de revelar un secreto que podía cambiarlo todo.
Caminó despacio hasta el lecho, y alargó la mano sobre el cuerpo inmóvil del Rey Alfa, sin llegar a tocarlo.
De pronto, desde la palma abierta de Narella, emergió una tenue niebla dorada que comenzó a envolverlo.
La luz danzaba como si fuera fuego líquido, bañando el cuerpo del rey con destellos de vida que no terminaban de despertar.
—Su cuerpo está sano… su mente, también —dijo Narella con voz grave, como quien observa un misterio indescifrable—. Pero su alma lobuna… —hizo una pausa, cerrando los ojos para sentir mejor— creo que su lobo está enfermo. Se ha escondido tan profundamente en su conciencia que no podemos hallarlo… ni mucho menos hacerlo regresar.
Ela