—¿Luna Bea? ¿Usted? ¿Tan cruel como para querer hacer daño al hijo del rey? —la voz de Hester cortó el aire como un filo—. A un Alfa de manada… ¿Qué clase de porquería de Luna eres?
Los ojos de Luna Bea se clavaron en él: esa calma aparente que ocultaba veneno. Luego, lentamente, se volvieron rabiosos, negros como la noche sin luna.
—¡Cállate! —escupió ella—. Morirás, y dejarás de ser mi obstáculo.
Las palabras fueron un latigazo.
Hester sintió que el mundo se cerraba sobre su pecho.
Por un segundo, el tiempo pareció detenerse; el viento dejó de mover las hojas; hasta la propia luna se escondió, como avergonzada de presenciar aquello.
Los ojos de Hester ardían. Estaban rojos por el dolor, por la traición, por la rabia de no entender cómo su vida había quedado patas arriba. Se hizo un silencio entre ambos, un silencio pesado, cargado de presagios.
—Tu hijo no sobrevivirá —dijo Hester con voz rota—. Te lo juro. Antes lo amaba como a un hermano, pero tu traición nos cambió, ahora somos ri