Crystol volvió a su forma humana, sus extremidades temblaban como si cada músculo le pesara toneladas.
La bata dorada que le pusieron apenas cubría la fragilidad de su cuerpo, y aun así, se irguió con esfuerzo, mirando a su hijo con ojos llenos de lágrimas contenidas.
Cada parpadeo parecía costarle una eternidad; su dolor lo atravesaba por dentro, un fuego helado que lo consumía lentamente.
Sintió un mareo, y un líquido oscuro brotó de su boca, un reflejo del tormento que lo devoraba por dentro.
La realidad le golpeó como un martillo: su hijo, su pequeño Hester, yacía allí, vulnerable, y el peso de lo ocurrido lo abrumaba hasta hacerlo tambalear.
Cayó de rodillas, tocando su propio estómago, como si de él dependiera la verdad de lo que veía.
Su voz tembló, rota por la incredulidad y la desesperación:
—¡Es real… es real…! ¡Hester…!
Un silencio pesado se apoderó del lugar.
Todos los presentes se quedaron inmóviles, perplejos, incapaces de comprender del todo la escena que tenían delante.