Eyssa no perdió un segundo. Llamó a su séquito de guardias con la voz de quien no acepta la injusticia; no pidió permiso, ordenó.
En cuestión de minutos, la pequeña comitiva se transformó: hombres y mujeres que amaban a su manada se fundieron en bestias, sus cuerpos cambiaron con el sonido de antiguos aullidos, y en esa forma lobuna partieron como una flecha hacia el castillo del rey Alfa.
La noche los envolvió, y sus huellas dejaron un rastro que olía a furia y lealtad.
El camino hacia el palacio fue una carrera enmascarada de rabia y esperanza.
Eyssa, a la cabeza, sentía cada latido de su lobo como un martillo. No iba a permitir que la acusación se tragara a Hester sin pelear.
La luna, pálida y ausente, no iluminaba más que el temblor de los árboles; aun así, en su interior ardía la convicción de traerlo de vuelta.
***
Al llegar, Hester esperaba tener una audiencia inmediata con su padre.
Su nobleza, su rostro aún limpio de la batalla de honor, lo hacía creer que la verdad lo salvarí