Mahi lo abrazó con fuerza, como si temiera que el viento pudiera llevarlo de vuelta a la muerte.
Sus brazos eran un refugio cálido en medio del caos que había rodeado su vida.
—¡No estás muerto! —exclamó, su voz temblando entre la esperanza y el alivio—. La Diosa Luna hizo el milagro.
Hester sintió un cosquilleo en su cabeza cuando su madre tocó su frente, sus ojos brillaban con un fulgor dorado, como si la luz de la luna misma hubiera descendido sobre ellos.
Pero en un instante, ese fulgor se desvaneció, y sus ojos volvieron a su color habitual, el marrón profundo que siempre había conocido.
Miró a su madre, y los recuerdos comenzaron a inundar su mente, como olas implacables golpeando una costa desgastada.
Con cada recuerdo, un dolor punzante se apoderaba de él, seguido de una rabia ardiente que lo consumía.
Sintió a su lobo en su interior, un aullido reprimido que resonaba en su pecho, un llamado ancestral que clamaba por justicia.
—Madre… ¡Mi padre… me mató! —gritó, la voz quebrada