El rey estaba desesperado.
La sala del trono vibraba con un silencio tenso, roto solo por el murmullo de los generales y por el crujir de las armaduras; afuera, en el horizonte, se percibía un movimiento que cortaba la calma como un cuchillo: no solo había un ejército rebelde que amenazaba desde dentro, sino que, por el norte, avanzaba el temido ejército de Rosso, con sus banderas oscuras ondeando como presagios de guerra.
Crystol sintió que el piso se abría bajo sus pies; la responsabilidad le quemaba la espalda como hierro candente.
—¡Traigan ante mí a Eyssa! —ordenó con voz que no admitía demora ni réplica—. La princesa consorte debe comparecer.
Un mensajero llegó jadeando, con el rostro demudado, como si las palabras que traía le hubieran extraído la vida.
—Su majestad… —balbuceó, con la respiración entrecortada—. ¡Ocurrió una desgracia! La princesa consorte, Eyssa… ¡Escapó!
Crystol se quedó inmóvil, la incredulidad le anudó la garganta; por un segundo no quiso creerlo.
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