Elara y Jarek permanecieron así, entrelazados, anudados con una intimidad que trascendía lo físico.
El calor de sus cuerpos aún palpitaba entre las sábanas revueltas, pero ya no se trataba solo del deseo salvaje que antes los empujaba.
No… ahora había algo más profundo, más sagrado.
Jarek la observaba con una intensidad distinta. Sus ojos, antes encendidos por la lujuria y el instinto de mando propio de un alfa, ahora brillaban con una luz serena, cargada de afecto.
No había ansias de dominarla, ni hambre de marcar territorio… había devoción.
Amor real. Amor sin dudas.
Elara, rendida entre sus brazos, sintió que su alma se anclaba por fin. Él olía a hogar. A bosque húmedo, a fuego nocturno, a lobo protector.
Olía a su mundo entero.
En su abrazo no existía el miedo ni la confusión. Allí, en ese refugio de carne y emociones, ella recordaba quién era. Su nombre. Su historia. Su fuerza. Quién era Elara. Y también quién era Esla, su amada loba.
Y por primera vez, el mundo parecía tener sent