Un mes después, cuando Heller estuvo recuperado, el aire en el palacio se volvió espeso, cargado de tensión.
El rey mandó llamar al consejo de ancianos, al consejo político y a sus príncipes. También convocó a la Luna Bea, cuya presencia siempre levantaba murmullos entre la corte.
Las ausencias fueron notorias: Eyssa y Mahi no pudieron asistir a la reunión. El rumor corría rápido entre pasillos de piedra y alfombras pesadas: había secretos guardados tras esas puertas cerradas.
Mientras tanto, en los aposentos de la princesa, una de las damas de la corte de la reina Luna irrumpió con el rostro demacrado, los ojos hinchados de tanto llorar.
—Princesa Eyssa —dijo con voz temblorosa—, vengo a pedir refugio.
Mahi fue la primera en reaccionar. Se levantó de inmediato y se adelantó, desconfiada.
—¿Qué sucede? —preguntó con un tono grave, protector.
La mujer bajó la cabeza, incapaz de sostener la mirada de la princesa.
—La reina Bea me ha desterrado —confesó entre sollozos—. Ha mandado golpear