—¡Su alteza príncipe Hester!
El silencio previo se quebró como un cristal arrojado contra el mármol.
Los ojos de Bea se abrieron desmesurados, horrorizados, incrédulos. Era como si le hubieran arrancado el aire del pecho. No podía creer lo que escuchaba, no quería creerlo.
En cambio, Eyssa, con lágrimas en los ojos, abrazó a Hester con fuerza. Sus cuerpos se fundieron en un solo instante de victoria y alivio. El pueblo entero estalló en aullidos de júbilo que resonaron por todo el castillo y más allá, hasta el último rincón del reino. El consejo y el ejército se levantaron de sus asientos, eufóricos, gritando, aplaudiendo, vitoreando el nombre de su nuevo heredero.
Heller bajó la vista.
El dolor en su corazón era fuego líquido, hirviente, que corría por sus venas. Sus puños se apretaron hasta que los nudillos se tornaron blancos, y clavó los ojos en el suelo para no dejar escapar las lágrimas que amenazaban con delatarlo. Lo devoraba la rabia, la impotencia, la certeza de haber perdid