Hester permaneció de pie, con los puños y la mandíbula apretados, como si todo su cuerpo fuera un bloque de piedra a punto de resquebrajarse. Sentía un nudo en la garganta, seco, doloroso, que le impedía respirar con calma.
Era el peso de una verdad que lo aterraba más que el filo de cualquier espada, más que el rugido de un ejército enemigo: su propio padre había ordenado su muerte.
La revelación ardía en su pecho como una herida invisible.
Por un momento pensó que quizá había escuchado mal, que tal vez era una mentira del traidor antes de cortarse la vida.
Pero la voz de Eyssa resonaba aún en sus oídos, clara, firme, advirtiéndole del peligro. Si no hubiera sido por ella, estaría muerto.
La flecha habría atravesado su corazón sin remedio.
El aire a su alrededor parecía oprimirlo. El olor de la sangre reciente de la batalla aún impregnaba sus sentidos, pero era el olor del miedo lo que más sentía: su propio miedo.
Hester dejó escapar un gruñido contenido y cambió a su forma lobuna. N