Jarek se quedó inmóvil. Las palabras de Elara acababan de desgarrar un hilo que ni él sabía que estaba sosteniendo.
La habitación, silenciosa segundos antes, se volvió asfixiante.
—Salgan todos —ordenó con voz grave—. Déjenme a solas con Elara.
Su tono no admitía réplica.
Y, sin embargo, Rhyssa no se movió ni un milímetro.
Permanecía en pie junto al trono, apenas cubierta con una manta, los ojos llenos de súplica.
—Majestad… —musitó, temblorosa.
—¡Sal ahora, Rhyssa! —rugió Jarek, y el poder de su voz hizo vibrar las paredes.
La loba bajó la cabeza, recogió su ropa con torpeza, y salió casi huyendo.
Apenas se cerró la puerta, el silencio volvió a caer… pero no era el mismo.
Era más denso, más pesado. Era la calma que precede al caos.
Elara se quedó dónde estaba, intentando controlar la sacudida de su pecho.
Podía oír los latidos de su propio corazón, podía sentir a su loba, Esla, revolviéndose dentro de ella, con los sentidos encendidos y una advertencia constante palpitando en su inte