MANADA GRANATE
En la habitación del Alfa de la Manada Granate, la tensión se respiraba como un perfume denso, húmedo, imposible de ignorar.
Las cortinas estaban cerradas, el ambiente cargado con incienso de raíz de plata —antiguo afrodisíaco de las manadas—, y, sin embargo, ni el calor del fuego, ni el cuerpo semidesnudo de Minah sobre su pecho eran suficientes para encender a Rael.
Ni siquiera porque era su mate.
Ella se movía con delicadeza, sensualidad calculada. Cada roce, cada beso estaba pensado con un solo fin: quedar embarazada, asegurar su posición, perpetuar un linaje que parecía al borde del colapso.
—Si la Luna dorada no vuelve… —susurró Minah mientras deslizaba su lengua por su cuello—. Al menos debemos asegurar descendencia.
Pero él no respondió. Sus ojos estaban abiertos, fijos en el techo, pero su mente estaba muy lejos de allí.
No veía las curvas de Minah, ni sentía su piel. Solo una imagen lo consumía: Elara.
Desde que la había marcado, desde aquel instante en que su energía tocó la suya, algo en su interior se había descontrolado.
Su loba interior, Esla, había despertado una parte de él que ya no podía silenciar.
«Es un tormento…», pensó Rael, apretando los dientes.
«Desde que marqué a Elara, no puedo sacarla de mi mente. Es como una herida abierta… sangrante. La deseo. La necesito. Estoy desesperado. Estoy enloqueciendo».
Fue entonces cuando, al bajar la mirada, los rasgos de Minah se desdibujaron en su imaginación.
Su cabello se volvió más claro, su piel más suave, y sus ojos… sus ojos eran los de Elara.
Su erección respondió al instante, como si el cuerpo recordara lo que el alma anhelaba.
Tomó el rostro de Minah y la besó con violencia, con hambre contenida.
Ella sonrió, creyendo que por fin había vencido, que la semilla del Alfa la reclamaría como suya. Pero entonces, él gimió contra su cuello:
—Ah… Elara, mi Luna…
El nombre cayó como una daga.
Minah se apartó de golpe, los ojos enormes, su cuerpo temblando por la humillación. Se cubrió el pecho con una sábana y se puso de pie, atónita, herida en su orgullo.
—¿C-cómo me has llamado…?
Rael parpadeó. La realidad lo golpeó de nuevo. Elara no estaba allí. Nunca lo había estado. Solo Minah, fiel, paciente… ahora devastada.
—¿La amas? —preguntó ella, con un hilo de voz, conteniendo el sollozo—. ¿Te has enamorado de ella? Soy tu persona destinada, no puedes desear a otra.
Él quiso negarlo, pero su silencio fue la peor confesión.
Un golpe seco interrumpió la escena.
—¡Alfa Rael! —gritó un soldado desde el otro lado de la puerta—. ¡Debe venir! ¡Hay una huelga en el ejército de los Betas!
Rael se visitó y salió al pasillo con el pecho aún desnudo. Lo que encontró lo dejó helado.
Beta Bernard, su segundo al mando, apenas contenía a un grupo de guerreros exaltados.
Sus ojos brillaban con rabia, con decepción.
—¡Esto es un desastre! —gritó uno—. ¡Nos traicionaron! ¡A Elara, nuestra salvadora, la entregaron, fue exiliada, y ahora ustedes la buscan como si fuera la salvación! Pero, ustedes la exiliaron.
—¡Queremos que el Alfa sea derrocado! —rugió otro—. ¡La Luna fue expulsada, y sin ella estamos condenados!
El rugido de protesta sacudía los muros de la guarida. Rael sintió el verdadero miedo: había perdido el respeto de su manada.
Las dudas se habían sembrado como raíces oscuras.
Su liderazgo, antes incuestionable, se tambaleaba al borde del colapso.
Volvió sobre sus pasos, abrumado.
Se encerró en la mansión, buscando el consuelo de la única figura que aún creía en él: su madre, la antigua Luna, Sia.
Ella lo abrazó, apenas lo vio entrar. Su piel, ajada por los años, seguía portando el aroma de las primeras Lunas, de los orígenes.
—Hijo mío… —susurró—. La vidente habló. Dice que Elara podría estar en la Manada Rosso.
Rael alzó la mirada, desesperado.
—¿Crees que me odie…? ¿Que no vuelva jamás?
—No importa lo que crea, lo que tú debes entender es esto: ella es la clave —le tomó el rostro—. Elara posee el alma del Lobo Dorado. Solo ella, como Luna, puede unir esta manada dividida, ella puede sanar solo con su sangre, puede controlar o debilitar a un lobo, puede ver el pasado, ¡La necesitamos! Sin ella, perderás tu trono… y perderemos nuestra historia.
Rael cerró los ojos. La marca ardía en su piel como si aún estuviera fresca.
El vínculo estaba activo. Aunque Elara lo odiara, aunque deseara escapar… aún podía sentirla débilmente.
Y entonces supo lo que debía hacer.
Abrió el vínculo mental con sus guerreros más fieles. Guerreros que aún le debían lealtad.
Guerreros que conocían el Desierto Oscuro.
«¡Crucen el desierto!», ordenó con voz firme dentro de la conexión mental. «¡Entren en la región Rosso! Busquen a Elara… a nuestra Luna. ¡No vuelvan sin ella!»
No se trataba solo de recuperar a una loba. Se trataba de recuperar el alma de una manada. Su destino.
Sabía lo peligroso que era el rey Alfa Rosso, pero era eso o perder todo.
Rael sabía que si no la traían de vuelta… todo estaría acabado para ellos.
***
Elara soñaba.
“Flotaba entre la vigilia y el delirio, atrapada en ese espacio etéreo donde los sueños no son solo sueños, sino mensajes del alma… o del instinto.
Estaba en el bosque, desnuda, vulnerable, con la piel cubierta por un velo de bruma. El frío la acariciaba como un amante celoso. Pero no temblaba por el clima, no... era algo más profundo. Su cuerpo vibraba. Su corazón palpitaba con fuerza. Esla, su loba interior, corría libre entre los árboles, y de pronto, un aullido poderoso estremeció el aire.
La luna plateada brillaba en lo alto, llena, redonda, testigo silenciosa de lo que estaba por suceder.
Entonces lo vio.
Jarek, rey Alfa.
Desnudo, tan salvaje como la noche misma, caminaba hacia ella con la seguridad de quien reclama lo que es suyo. Cada paso suyo parecía retumbar en el bosque, como si hasta los árboles reconocieran su poder.
Elara sintió su cuerpo reaccionar incluso antes de que él hablara. Sus pezones se endurecieron, su centro palpitó de deseo. Era él. Su aroma, esa mezcla de tierra, madera y poder masculino, invadía su pecho como fuego líquido.
—¿Por qué estás en mis sueños? —preguntó ella, con la voz apenas un susurro.
Jarek sonrió con esa expresión que la desarmaba.
—¿Yo? Quizá tú estás en los míos...
Y entonces la besó.
No fue un beso tierno. No. Fue un beso de reclamo, de poder, de deseo. Sus lenguas se entrelazaron con urgencia, como si llevaran siglos separadas.
Las manos de Jarek descendieron por su espalda desnuda, firme y hambriento, aferrándola por la cintura y alzándola con una fuerza brutalmente sensual. La cargó a horcajadas sobre él, y fue entonces cuando lo sintió… duro, palpitante, listo.
Elara jadeó. El deseo la devoraba viva. Su cuerpo ardía por dentro, su loba aullaba de anhelo. Se apretó contra él, buscando más, queriendo más.
Jarek dejó sus labios, su boca descendió por su cuello, aspirando su aroma, lamiendo la piel como si la consagrara. Cuando sus labios tocaron la marca, ese punto exacto que unía sus almas, un escalofrío la atravesó.
Y entonces… todo cambió.
El calor se volvió hielo. La pasión se transformó en angustia.
Jarek ya no estaba frente a ella.
Ahora era Rael.
También desnudo. También dominante. Pero su mirada no era deseo… era posesión enferma, un mandato brutal.
—Serás mi Luna... —gruñó, con voz grave—. ¡Quieras o no!
Elara intentó alejarse. Pero sus piernas no respondían.
Los árboles parecían cerrar el paso, y desde las sombras, lobos oscuros comenzaron a correr en círculos.
Sus ojos rojos, como sangre la observaban, la rodeaban, gruñían.
Ella gritó, desesperada, invocando a Esla, rogando despertar.
Y lo hizo”
Despertó de golpe, bañada en sudor, jadeando.
Sus manos buscaban el pecho, como si aún sintiera las marcas de esos labios, como si el cuerpo aún ardiera de deseo… y miedo.
—¡Vienen por mí! —gritó
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