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Capítulo: Recházame, si puedes

El corazón de Elara dio un salto brutal.

¿Reina Luna? ¿Ella?

¿Después de todo?

¿Después de haber sido marcada por otro lobo, de haber sido rechazada con desprecio por el mismo rey al que estaba destinada?

Sus piernas se debilitaron y sintió que el suelo se tambaleaba bajo sus pies.

El mundo giraba demasiado rápido.

—No… no lo seré. —susurró con la voz hecha cenizas—. Déjenme partir. Él… el rey me odia. Me rechazó. No puedo quedarme.

Su mirada, empañada por las lágrimas contenidas, buscó algo de piedad en el rostro de la mujer frente a ella.

Pero Luna Syrah no se inmutó.

Estaba de pie envuelta en esa autoridad serena que solo tenían las hembras alfa marcadas por el destino.

—El destino no pide permiso, Elara. —su voz fue firme, profunda, imposible de ignorar—. Tú llevas dentro de ti el linaje dorado. Y tarde o temprano, el vínculo verdadero se despertará.

Elara apretó los labios, conteniendo el llanto, conteniendo el grito. Sus ojos se abrieron aún más, como si no pudiera creer lo que escuchaba.

¿Vínculo verdadero?

¿Después de tanta humillación?

Luna Syrah tomó su mano sin pedir permiso. Elara no resistió. Iban subiendo los escalones del castillo ancestral cuando lo sintió… una mirada.

Quemando su espalda.

Giró levemente la cabeza.

Allí, entre sombras y columnas, estaba Rhyssa, con el ceño fruncido y los ojos oscuros como la noche.

Las demás mujeres cuchicheaban a su alrededor. Susurros llenos de veneno.

—«Es ella… la loba que intentó escapar del rey. Dicen que posee una loba dorada…»

—«Es la Luna de la profecía»

—Cállense, ¡el rey la rechazará!

Las lobas rieron.

—¿Crees que rechazará a su mate por ti? Rhyssa, ¡serás enviada al palacio del este por ser tan soñadora!

Ellas se fueron, aun riéndose.

Rhyssa apretó los puños con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos.

La rabia le ardía en las entrañas. Esa loba no tenía derecho.

No después de todo lo que ella esperó por su Alfa.

****

Al llegar a una habitación principal, adornada con cortinas de terciopelo y un ventanal que daba a la luna, Luna Syrah ordenó con voz clara:

—Que le traigan vestidos limpios, tocados, ungüentos, y todo lo que necesite. Que sus doncellas la asistan. Pero que no intente huir.

Elara apenas reaccionó.

Su mente estaba en otro lugar… aun en el bosque, aun sintiendo la voz rota de Jarek, el veneno en sus palabras, el rechazo sin compasión.

—Con todo respeto, Luna Syrah… pero él no me quiere. El rey me desprecia. Me exiliará, me condenará. ¿Y si… si no me acepta jamás?

Luna Syrah se giró y la miró directamente a los ojos. Su expresión era serena, pero cada palabra que dijo fue una daga de verdad.

—Entonces su alma sufrirá. Porque quien niega el destino que la Diosa Luna ha trazado, se condena a sí mismo.

—Y si él rechaza su unión verdadera… dejará de ser digno del trono. Nadie quiere un Alfa que no es capaz de reconocer a su Luna.

***

En lo profundo del bosque, una figura lobuna corría como si huyera del propio infierno.

Sus patas herían la tierra, su aliento era fuego contenido.

Aullaba como un alma condenada.

Jarek no podía respirar. Todo su cuerpo vibraba con un dolor que no entendía, con una rabia que nacía del pecho… y del deseo más salvaje.

En un suspiro, abandonó su forma lobuna y cayó de rodillas, cubierto de sudor.

Severon, su lobo, gruñía en su mente.

—¿Estás molesto conmigo? —murmuró el rey, apoyándose contra un árbol.

—¿Por qué ofendiste a mi loba? —rugió Severon, como una fiera encadenada—. Tantos años esperándola… y cuando por fin la tenemos, la echas como basura.

Jarek sonrió, una mueca amarga.

—Eres débil, Severon. Pensé que eras el más salvaje de los dos. Mira cómo te doman unos ojos y una piel marcada por otro.

El rugido de su lobo casi lo hizo sangrar por dentro.

—¡Ella es nuestra, aunque esté marcada! Su alma aún nos llama. ¡Aún podemos sentirla! ¡Quiero verla! ¡Hablar con ella! Esto tiene una explicación, Jarek. ¡Debemos saber!

—¡No! —espetó el rey—. La rechazaré. No será Luna de esta manada. Nunca.

Pero el aullido de Severon fue tan desgarrador que Jarek tembló por dentro.

Y aun así, lo encerró. No lo dejó salir.

Regresó al castillo con el rostro endurecido. Lo vistieron. Intentó dormir.

Pero no pudo.

Todo el castillo olía a ella.

A su loba. A ese aroma suave de rosas y salvaje que lo volvía loco.

No podía respirar sin imaginarla. Sin recordar cómo se veía su piel, cómo temblaba su voz.

Y no era el único.

En otra habitación, Elara también sufría.

Se abrazaba a sí misma, temblando.

Esla, su loba dorada, aullaba en su mente con un lamento profundo.

—Esla… háblame… por favor —susurró ella.

Finalmente, la voz llegó. Rota, desgarrada.

—Soy débil… no merezco ser la última loba dorada. Me marcaron y… no pude defendernos.

—¡No digas eso! ¡Fuiste envenenada, Esla! ¡No fue tu culpa!

—Perdí a mi compañero, Elara. Nos perdimos. Y ahora… estoy rota.

Elara no pudo más. Lloró en silencio.

«No necesito un vínculo. Ni un compañero. Solo… necesito escapar. Pero antes, debo romper este lazo. Aunque me cueste la vida.»

***

Cuando Rhyssa escuchó el llamado urgente del rey, no dudó ni un segundo.

Apenas tuvo tiempo de darse un rápido vistazo en el espejo; no pudo ponerse su mejor vestido, ni preparar su cabello como hubiera querido.

Pero nada de eso importaba ahora.

Entró a la habitación real sin hacer ruido, y lo encontró de pie, inmóvil, mirando la noche desde la ventana.

La luna parecía testigo silencioso de aquel momento.

Sin pensarlo dos veces, Rhyssa corrió hacia Jarek y se abrazó a él con desesperación.

—¡Mi rey! —exclamó con la voz temblorosa—. ¿Es cierto? ¿Me dejarás por una loba recién llegada? ¿Por esa… intrusa?

Él giró lentamente, clavando en ella una mirada fría.

—Quítate la ropa —ordenó con voz ronca, llena de autoridad—. Quiero aparearme contigo.

Rhyssa sintió una chispa de esperanza y obedeció sin vacilar, sus manos temblorosas despojándose de las telas que la cubrían.

Pero cuando Jarek intentó acercarse a ella, un olor penetrante invadió el aire.

Fue como una barrera invisible y potente que apagó de inmediato su erección y enfrió el fuego que lo consumía.

Se detuvo, confundido y furioso.

Entonces, entre gritos y ruido de portazos, la puerta se abrió de par en par.

Era ella. Elara.

Los guardias quedaron paralizados, sin atreverse a detenerla ni a cuestionar su entrada.

—Rey Jarek… yo… —su voz tembló, pero no se detuvo.

Elara dio un paso al frente, tocó su pecho con una mano temblorosa, y de pronto vio a aquella mujer desnuda sobre la cama.

Una punzada de dolor la atravesó como una lanza ardiente.

Su loba, Esla, aulló con furia, una furia salvaje y desatada.

—¡Lo mataré! —rugió la loba dentro de ella, con un rugido tan fuerte que parecía romper el silencio de la noche.

—¿Qué sucede, Elara? —preguntó Jarek con una mezcla de burla y fastidio—. ¿Has venido a contemplar tu derrota? ¿Quieres vernos aparear?

Elara lo miró, pero esta vez con una rabia contenida, con la fuerza que le daba Esla, su loba herida y traicionada.

No derramó una sola lágrima.

—No he venido a suplicar, ni a rogar por tu amor —dijo con voz firme—. He venido a que me rechaces, y me dejes ir.

Luna Ro

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