La luna se alzaba alta en el cielo cuando Elara escuchó los pasos firmes de la jefa de sirvientas acercarse por el pasillo.
No hubo toque de puerta, ni cortesía.
La mujer entró con una expresión severa, dejando caer un uniforme sobre la cama con el desprecio de quien lanza basura.
—Vístete. Vas a servir en la fiesta del ejército Beta —anunció sin emoción.
Elara parpadeó, sorprendida.
Miró la tela gris oscura con encajes blancos, un delantal modesto, cuello cerrado y falda ajustada.
Una criada. Una sombra entre las luces del palacio.
No discutió. No podía. No había lugar para la dignidad cuando todo lo que una vez creyó que era, se había convertido en cenizas.
Se vistió en silencio, sus dedos temblaban al abotonar el cuello.
Frente al espejo, apenas reconocía su reflejo. No era la loba de la profecía. No era la compañera destinada del Rey Alfa. Era… nadie.
Pero en el fondo de sus ojos, Esla apareció. Su reflejo más puro, la loba interior que tanto había callado.
«No es tu culpa», dijo