Un poco ebrio

Cada paso que Alisson daba en las escaleras que la llevarían a su habitación, estaban cargados de una pesadez inminente. No sabía si era por la noticia que acaba de recibir o, por ver el descaro en el hombre que amaba. 

«Soy hombre y tengo necesidades que tú debes entender pero tú, tú eres mujer y el pudor es algo que debes tener como virtud»

Esas palabras que le había dicho Christopher, taladraban su mente sin descanso. ¿Lo había hecho por necesidad sexual? Pero… ¿Como? Si ellos estaban juntos casi todos los días y jamás se le hubiera negado con tal de no pasar por el dolor que estaba pasando en ese momento.

Con ese pensamiento torturándola, abrió la puerta de su habitación; una cama pequeña reposaba en el rincón de un espacio amplio y vacío. Su habitación era la misma que cuando era sirvienta; desolada, sobria, apenas con un escritorio de madera vieja dónde había sus diseños y un armario igual de usado que todas sus pertenencias.

—Eres una estúpida Alisson —Exclamó cerrando la puerta tras de sí.

¿Cómo la esposa de un hombre tan importante como Christopher podía dormir en esas condiciones? Además, él debía dormir con ella como buen esposo, pero no era así, cada uno tenía habitaciones distintas. Al principio, Alisson pensó que era porque su habitación era demasiado ordinaria para Chris, pero en ese momento se preguntó.

«¿Por qué nunca me llevaste a la tuya? ¿Por qué permites que durmiera como sirvienta cuando soy tu esposa?»

—Porque nunca ha sentido nada por ti más que desprecio —Se respondió mirándose al espejo con decepción.

Su rostro estaba empapado de lágrimas y su piel estaba pálida por las horas en el hospital. Además, ¿a quién quería engañar? Christopher jamás se iba a fijar en una mujer como ella.

—Eres una mujer obesa y sin gracia Alisson, ¿creías que él te iba a amar en algún momento? Ja, que equivocada estabas —Continuo.

Se dejó caer en la cama y escondió su rostro entre las sábanas. Enseguida, sus sollozos no se hicieron esperar, llenando el ambiente de una tristeza profunda, dolorosa y agonizante. No supo cuánto tiempo estuvo así, pero fueron las manos cálidas de una mujer que la hizo levantar la cabeza.

«Era Elizabeth Langley»

Alisson creía que era la única alma pura y buena de la familia Langley. Era la hija menor de Austin, una mujer de unos treinta y ocho años con ojos cálidos y sonrisa encantadora, pero también era tímida, silenciosa y llena de una tristeza que se le salía por los poros. Alisson no sabía porque la veía así, pero definitivamente Elizabeth Langley ocultaba algo. ¿Pero qué? ¿Que era tan doloroso para que siempre pareciera un muerto viviente?

—¿Qué tienes mi niña? —le preguntó Elizabeth con una voz llena de ternura.

—Christopher, él… nada importa Eli —Dijo de pronto tratando de ocultar el dolor que me recorría las venas.

—No puedes engañarme Alisson, te vi crecer desde que eras una bebé. ¿Lo olvidas? Además, conozco esa mirada llena de tristeza y esos ojos apagados, pero no importa, no me digas nada —Sonrío—, te traje la cena, noté que casi no probaste el almuerzo y que acabas de llegar, así que me escabullí en la cocina y te preparé este caldo de pollo —Habló la mujer entregándole una bandeja con una sopa que Alisson observó con asco.

«No tenía hambre»

Tenía el estómago revuelto y un dolor atravesado en el pecho. Sin embargo, tenía que alimentarse aunque no quisiera. No por ella, sino por los tres hijos que estaban creciendo en su vientre. Tomó la cuchara y comenzó a dar pequeños sorbos al caldo. Enseguida, sintió cómo su cuerpo comenzaba a tomar fuerza y como el apetito volvía. Terminó de comer bajo la mirada de Elizabeth quien la observaba con algo más que cariño.

—Ahora descansa mi niña —Le dijo Elizabeth dándole un beso en la frente y tomando la bandeja para luego salir de ahí.

Alisson se acostó de nuevo en la cama, quería descansar, vaya que quería, pero no podía hacerlo. ¡Tenía que encontrar la manera de juntar dinero para irse lejos con sus hijos! Así que, se sentó en su escritorio, tomó una pluma y una hoja y comenzó a hacer lo que más le gustaba.

«Diseñar»

«Tengo que buscar la manera de vender estos diseños y así poder irme de aquí con mis hijos» pensó con decisión.

El vaso lleno de un líquido ámbar reposaba en la mano de Christopher mientras sus ojos estaban fijos en la nada. Las sienes le ardían y el corazón parecía que iba a salir de su pecho. No sabía cuánto tiempo había pasado después de la discusión con Alisson, pero, sé sentía mareado y con una necesidad de ella que se le desbordaba por la piel. Se puso de pie después de dejar el vaso a un lado y con pasos temblorosos comenzó a subir las escaleras hasta la habitación de Alisson. El pomo cedió, y enseguida entró al pequeño lugar. Un lugar ordinario pero lleno de una calidez que se le metía por los huesos. Olía a miel y a limpio. Christopher no entendía porque la mujer en cuestión siempre olía a miel, pero era así, su olor era dulce, pegajoso y algo adictivo.

Avanzó un poco más y notó que ella no estaba en la cama. Al principio su corazón se aceleró pensando que había huido, pero la descubrió dormida en una silla con su cabeza en un escritorio viejo y apartado. Arrugó las cejas sin comprender porque todo en su habitación era tan deprimente si él mismo había dado dinero para que le dieran todo nuevo. Sin embargo, no le hizo mucha mente a eso y con pasos temblorosos se acercó hasta ella. El cabello rojizo y largo, cubría gran parte de su cara. Con los dedos llenos de una electricidad incomprensible, los apartó, para descubrir un rostro perfectamente esculpido. Sus labios grandes y de un rosa natural estaban semi abiertos, mostrando una sensualidad que ni ella sabía que tenía y, su nariz, era pequeña y respingada, tan perfecta como las pestañas pobladas que caían con una sutileza deslumbrante.

—Eres una mujer manipuladora, una interesada y una… —Se tragó la siguiente palabra que quería salir de sus labios—, te odio Alisson, te odio tanto —Masculló, apretando con fuerza su mandíbula—, sin embargo, jamás te dejaré ir porque yo seré tu maldito karma.

Con una fuerza sobrehumana, la tomó entre sus brazos y la acostó en la cama. Él estaba acostumbrado a cargarla, a pesar de que era gordita, cuando le hacía el amor la sostenía entre sus brazos y por eso ahora se le hacía fácil. Tomó una de las mantas que encontró y la arropó, para luego darse la vuelta y salir de ahí con un pensamiento claro:

«No te daré el maldito divino nunca»

Nota de autor:

Mis amores, no olviden comentar, reseñar y dejar su voto al final del capítulo. Gracias por el apoyo.

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