Un mes después, el cementerio de Manhattan estaba envuelto en un silencio solemne, roto solo por el susurro de la brisa otoñal que agitaba las hojas secas sobre las lápidas. Las tumbas, alineadas en filas precisas, reflejaban la luz grisácea de un cielo nublado. Christopher Langley, con un traje negro impecable y lentes oscuros que ocultaban sus ojos enrojecidos, se arrodilló frente a una lápida nueva. La inscripción era simple: *Nora Langley, 1970-2025*. En sus manos temblorosas sostenía un ramo de lirios blancos, que depositó con cuidado sobre la hierba húmeda. El aroma dulce de las flores contrastaba con el olor a tierra removida.
Alisson estaba a su lado, con un vestido negro que resaltaba su figura de embarazada, el abdomen redondeado bajo la tela ajustada. La brisa movía sus cabellos rojizos, que caían en ondas sobre los hombros. Sus ojos, fijos en la lápida, brillaban con lágrimas contenidas. No hablaba, pero su presencia era un ancla para Christopher, que respiró hondo antes d