Los minutos habían pasado lentos, como si el tiempo se hubiera detenido en la habitación de la clínica en Maldivas. Elizabeth seguía sedada, su cuerpo inmóvil bajo las sábanas blancas, el rostro pálido y los arañazos en sus brazos aún rojos bajo el vendaje. Los monitores pitaban con un ritmo constante, pero el aire estaba cargado de un silencio opresivo. Michael estaba destruido, sentado en una silla junto a la cama, con los codos en las rodillas y las manos cubriendo el rostro. Sus ojos, perdidos en un vacío de dolor, estaban enrojecidos, las ojeras marcadas como moretones. La cunita vacía de Sebastian seguía en la esquina, la manta azul arrugada como un recordatorio cruel.
La habitación estaba tomada por policías. Dos agentes maldivos, con uniformes oscuros, hablaban en voz baja cerca de la puerta, revisando notas en una libreta. Un detective de civil, con una tablet en la mano, observaba imágenes granuladas de las cámaras de seguridad. La tensión llenaba cada rincón, rota solo por