El rostro de Christopher estaba empapado de sudor. Su pecho rugía como el de un león y su sangre hervía, amenazando con quemarlo. Recogió los fragmentos de los papeles del suelo y los hizo añicos. ¡No podía permitir que ella se fuera con ese hombre! No podía darle el divorcio; Alisson era suya, solo suya. Con una furia desmedida, tomó la botella que reposaba en el escritorio y la lanzó contra el ventanal de cristal que tenía enfrente. El ventanal no se rompió, solo se agrietó. Sin embargo, la botella no corrió con la misma suerte. Los vidrios quedaron esparcidos por el suelo, junto con el líquido ámbar. Christopher llevó las manos a su rostro, desesperado. Sus manos temblaban y su corazón se aceleraba tanto que sentía que, en cualquier momento, le daría un infarto.
—¿Qué ocurre? —preguntó Aniela, al entrar con los ojos abiertos en sorpresa.
La pelinegra observó la escena con una mezcla de asombro y rabia. Había visto salir a Alisson y, solo de pensarlo, la ira le hervía la sangre.
—¿A