Christopher no dijo nada. Solo observó a Ryan con seriedad, notando la furia incontrolable en su mirada. En silencio lo siguió hasta el garaje. Ryan abrió la puerta del auto con brusquedad y se subió al volante. Christopher tomó el asiento del copiloto sin preguntar, como si supiera que nada detendría a Campbell.
El motor rugió y el auto salió disparado hacia la carretera. Durante el trayecto ninguno de los dos habló. El silencio era pesado, cargado de tensión. Ryan conducía con los nudillos blancos, los ojos fijos en el camino, la mandíbula tan apretada que parecía de hierro. Christopher lo miraba de reojo, reconociendo en él la determinación de alguien dispuesto a todo.
Después de más de una hora, se adentraron en las afueras de la ciudad. El paisaje se volvió agreste: montes secos, maleza, un camino de tierra que apenas dejaba pasar el auto. Ryan frenó al borde de un terreno descuidado. La casa abandonada se veía a lo lejos, oscura, con paredes manchadas por el tiempo y ventanas