El despacho estaba en penumbras. Ryan Campbell no había encendido más que la lámpara del escritorio, y la luz amarillenta proyectaba sombras duras sobre las carpetas desordenadas. Sus manos reposaban sobre el cristal de la mesa, tensas, con los nudillos blancos de tanta presión. La puerta se abrió, y el detective privado que había mandado llamar entró con paso firme. Vestía un traje gris algo gastado, el maletín de cuero en la mano y una expresión que mezclaba seriedad con discreción.
—Señor Campbell —saludó con voz baja, cerrando la puerta tras de sí.
Ryan levantó la vista. Sus ojos enrojecidos hablaban del dolor que lo atravesaba, pero su postura era de alguien que no se daría por vencido fácilmente.
—Quiero que investigue a fondo —dijo sin rodeos—. Todas las propiedades de Bastian. Casas, terrenos, cualquier local en su nombre o en el de terceros. No importa dónde ni con quién figure, necesito cada dato.
El detective lo observó unos segundos antes de asentir.
—Para mañana en la mañ