Julie quedó tendida en el piso. El aire escapaba de sus pulmones en jadeos entrecortados, y cada respiración le recordaba la magnitud del castigo que había recibido. Sus huesos parecían estar rotos, la cadera le dolía a mares y tenía chichones en la cabeza que palpitaban como tambores sordos. La oscuridad reinaba en la habitación, y solo una rendija de luz mínima se colaba desde alguna parte alta, confirmándole que ya era de noche.
Con un esfuerzo casi sobrehumano, se incorporó. Apoyó primero un codo, luego la rodilla, hasta que logró ponerse de pie tambaleándose. Su cuerpo pedía rendirse, pero su mente seguía luchando. Tenía que salir, aunque fuera arrastrándose, aunque cada músculo gritara de dolor.
Comenzó a tantear las paredes, buscando cualquier punto débil, hasta que sus manos dieron con algo distinto: el marco frío de una ventana diminuta, cubierta por el metal corroído de un viejo conducto de ventilación. La esperanza le atravesó el pecho como una chispa.
Movió un banco sucio