El sol del mediodía caía a plomo sobre la clínica privada de Maldivas cuando el taxi se detuvo frente a la entrada principal. Alisson bajó primero, con el rostro pálido y los ojos enrojecidos por el llanto contenido durante las diecisiete horas de vuelo desde Nueva York. Christopher la siguió, cargando ambas maletas. El aire caliente los golpeó como una bofetada. Frente a ellos, la clínica bullía de actividad: policías maldivos con chalecos antibalas bloqueaban el acceso, radios crepitando en inglés y dhivehi. Cintas amarillas de "No cruzar" rodeaban el perímetro, y un helicóptero de noticias sobrevolaba a baja altura.
Alisson sintió que el mundo se inclinaba. Empujó a un lado a un agente uniformado y corrió hacia la puerta principal, con Christopher siguiéndola de cerca.
—¿Dónde está la habitación de Elizabeth Miller? —gritó el recepcionista, que tecleaba nervioso detrás del mostrador de mármol—. ¡Es mi mamá!
El hombre la miró, luego señaló un pasillo custodiado por dos policías. Ali