El auto rugió por la carretera costera, devorando los últimos kilómetros bajo un cielo que se oscurecía rápidamente. El chofer pisaba el acelerador con el rostro tenso, esquivando curvas mientras el mar se perdía a un lado en sombras violetas. Elizabeth se aferraba al asiento, con el rostro perlado de sudor y las manos apretadas sobre el vientre. Cada contracción la hacía jadear, pero mantenía los ojos fijos en Michael, que le sostenía la mano izquierda con fuerza.
—Respira conmigo —le dijo él, su voz firme a pesar del pánico que le endurecía la mandíbula—. Dentro... fuera... así.
Ella asintió, inhalando hondo. El dolor la atravesaba en oleadas, pero entre ellas, Michael le secaba la frente con un pañuelo que sacó del bolsillo.
—¡Ya llegamos! —anunció el chofer al fin, frenando frente a la entrada iluminada de la clínica privada de Maldivas. Dos enfermeras con uniformes blancos corrían hacia ellos con una camilla. Michael saltó del auto primero y ayudó a Elizabeth a bajar, rodeándola