La nieve había empezado a derretirse.
Pequeños ríos invisibles corrían por las esquinas de las aceras, y Boston, sin ser aún primavera, parecía asomar la cabeza por entre el hielo.
Yo también.
Después de aquel desayuno, de aquella confesión sin armadura, algo en mí se aflojó. No era alivio. No era felicidad. Era… espacio.
Espacio para respirar. Para empezar a querer saber quién era, más allá de las decisiones que otros habían tomado por mí.
Cassian no cambió su forma de estar conmigo.
Seguía con su humor absurdo, con sus cafés sin azúcar, con sus preguntas simples que abrían puertas profundas.
Pero ese día, él propuso algo distinto.
—Tengo una idea —dijo mientras guardaba unos platos en el lavavajillas.
—¿Otra excursión secreta?
—No exactamente. Esto es más modesto. Pero, para mí, más importante.
Me apoyé en la barra, curiosa.
—¿Qué idea?
Me sonrió con esa expresión suya, como si siempre tuviera una travesura a punto de revelarse.
—Quiero llevarte a una librería. No cualquier librería