El coche se detuvo frente al edificio con suavidad, como si también supiera que no era momento de romper el encanto.
Cassian bajó primero y me abrió la puerta, otra vez con esa cortesía suya que no era un acto, sino una forma de ser. No había apuro. Ni palabras de más. Solo el eco suave de un almuerzo que había dicho más de lo que parecía.
Caminamos hasta la entrada. Él no dijo nada hasta que estuvimos frente a la puerta del apartamento. Entonces, se detuvo. Con las manos en los bolsillos. Con esa media sonrisa que usaba cuando estaba a punto de decir algo importante… sin dramatismo.
—Entonces —dijo—, ¿qué dices?
—¿Qué? —pregunté, frunciendo el ceño, confundida pero divertida.
—Al final del almuerzo. Dijimos que decidirías si había sido una cita.
Me quedé quieta. Lo miré. Y algo dentro de mí —ese algo que llevaba semanas despertando— sonrió antes que mis labios.
—Digo que tú.
Él parpadeó, sorprendido.
—¿Yo?
Asentí, bajando un poco la mirada, pero sin perder la sonrisa.
—Tú lo hiciste