Cassian llegó a las seis y cuarto en punto. Llevaba camisa blanca, abierta en el cuello, y el abrigo oscuro colgado del brazo.
El pelo algo revuelto, el gesto algo más relajado que por la mañana. Y esa forma suya de entrar como si no necesitara permiso. No por arrogancia. Por costumbre. Como si estar allí, conmigo, ya fuese un lugar al que él también pertenecía.
—¿Lista? —preguntó, y alzó una ceja mientras me miraba de arriba abajo.
Yo llevaba un vestido negro sencillo, con medias tupidas y botines.
Nada llamativo. Pero cuando sus ojos se detuvieron en los míos, supe que bastaba.
—Más que lista —respondí.
Él se acercó con una sonrisa y, sin decir nada más, me ofreció su brazo.
—¿Y ahora sí? —pregunté mientras bajábamos las escaleras.
—¿Ahora qué?
—¿Esto es una cita?
Cassian fingió pensar un segundo.
—Digamos que esta vez es oficial. No hay excusas. No hay platos que lavar ni sofás de por medio.
—Perfecto —dije, mordiéndome el labio.
El restaurante era pequeño, elegante sin ostentación