Había aprendido a moverme en silencio.
A marcar las cosas que eran mías con una cinta discreta, a fotografiar documentos importantes, a mirar fotos de mi nuevo departamento en mi celular con el brillo al mínimo. A borrar el historial. A no dejar rastro.
No porque estuviera haciendo algo malo.
Sino porque sabía que, si Günter me miraba de la forma en que solía hacerlo, tal vez me derrumbaría.
Cassian había alquilado el lugar. Pequeño, pero luminoso. Con una cocina blanca y un balcón desde el que, imaginaba, podría ver los atardeceres con una paz que hacía tiempo no conocía.
Ya había firmado el contrato.
Y mientras tanto, fingía. Fingía que seguíamos compartiendo una vida.
Fingía que el silencio entre nosotros era simple cansancio y no un adiós suspendido.
Una tarde, Günter llegó antes de lo habitual.
Yo estaba en la cocina, ordenando papeles. Leyendo contrato de arrendamiento, oculto entre revistas. Cerré todo con rapidez, pero él ya había entrado.
—¿Qué haces? —preguntó con voz tranqu