No respondí.
No porque no supiera qué decir, sino porque en ese momento, el silencio parecía más honesto que cualquier palabra.
"Te amo", había dicho.
Y aunque durante años lo había esperado, ahora ese "te amo" se sentía como una carta perdida que llegaba después del entierro. Como una flor sobre una tumba. Bella, pero inútil.
Nos quedamos quietos, los dos. Él con los ojos puestos en mí, como si esperara un milagro. Yo con la mirada perdida en el suelo, sintiendo cómo su confesión caía entre nosotros como un vaso que se rompe sin hacer ruido.
Finalmente hablé, sin emoción, sin dramatismo. Solo verdad.
—Ya no sé qué hacer con eso.
Vi cómo su expresión se deshacía un poco, como si hubiera esperado otra respuesta. Pero no discutió. Solo asintió, aceptando la herida que él mismo había abierto con su tardía ternura.
—No tienes que hacer nada —dijo, bajando la mirada—. Solo necesitaba que lo supieras.
Nos quedamos allí, juntos pero separados. El calor de la chimenea ya se había extinguido,