Ni la muerte puede cambiarla

El silencio en el pasillo de las mazmorras se rompió con un alarido gutural y desesperado.

En el interior de la celda, el horror se desplegó rápidamente. Ayla fue la primera en caer de rodillas, el pequeño frasco de cristal rodando por el suelo de piedra. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, las convulsiones la sacudieron con violencia. Sus padres, se miraron un último instante, sus rostros reflejando una resignación amarga, y bebieron el veneno restante, arrojando el vial al mismo tiempo.

En unos minutos, aquellas mazmorras se convirtieron en un infierno de gritos sofocados y cuerpos retorciéndose.

Un guardia, alarmado por el ruido, se acercó a la reja y se quedó petrificado ante la escena. Sus ojos se abrieron de par en par, incapaz de procesar el grotesco espectáculo.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó el guardia, su voz temblaba.

El otro guardia, más rápido, reaccionó:

—¡Rápido, llama a los sanadores! ¡Esta gente se envenenó!

La noticia corrió por el palacio como pólvora.

La
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