Isis despertó sobresaltada por el golpe seco de la luz de la mañana que se filtraba por las cortinas del aposento real. A su lado, Sech ya no estaba. La cama aún conservaba el calor de su cuerpo y el recuerdo del torrente de emociones que habían compartido la noche anterior. El reconocimiento del vínculo le había traído una paz agridulce.
Sech había dejado una nota doblada sobre la almohada: Trabajando. Te amo. Te deseo mucha suerte en tu primer día como Luna.
Apenas tuvo tiempo de asimilar la soledad cuando un golpeteo suave sonó en la puerta. Entró la jefa de las doncellas, vestida con la indumentaria formal del palacio.
—Mi Luna, la Reina madre la manda a llamar. Ha preparado su itinerario para el día.
Isis se levantó, sintiendo el peso de la tiara de Luna que ahora le pertenecía. Se vistió con una túnica sencilla de seda, pero elegante.
Altea la esperaba en un pequeño salón anexo, tomando té con una calma imperturbable.
—Buenos días, Isis —dijo Altea, sin rodeos—. El pueblo ha