Sech dejó a Isis en su habitación después de unos minutos más en silencio. Ese abrazo había sido lo único que lo sostuvo en pie, pero ahora debía volver a ser el Rey Alfa, aunque por dentro sintiera que el mundo se le derrumbaba.
Mientras caminaba hacia el Gran Salón del Consejo, sus pasos resonaban en los pasillos de piedra. Los guardias lo seguían a distancia prudente, y los sirvientes se inclinaban a su paso, notando la tensión marcada en su mandíbula.
Cuando las enormes puertas se abrieron, el murmullo de los senadores y los ancianos se apagó de inmediato. Todos ocuparon sus asientos, rígidos, atentos. Sech tomó su lugar en la cabecera, la mirada firme pero cansada.
—Iniciemos —ordenó.
El senador Halvar se levantó primero. Era un hombre de mediana edad, recto, siempre cuidadoso con las palabras.
—Mi rey —dijo—, visitamos al príncipe Lysander esta mañana, como nos lo solicitó. Su condición mental es evidente. No distingue el presente del pasado. Está desorientado, teme a los guardi