El poder sanador de Isis

Los días se desdibujaron en un dolor sordo y una oscuridad abrumadora.  flashes aparecían en mi memoria, golpeándome con una fuerza espeluznante.  La  sensación helada de unas sábanas de seda, voces bajas, el olor a hierbas medicinales. Estaba al borde. Lo supe. Sentía mi cuerpo como un cascarón vacío, y mi loba, Keyra, seguía en un silencio sepulcral, apenas un eco de vida. Los sanadores reales, con sus manos expertas, se afanaban, pero el daño de la plata y el trauma eran inmensos.

Hubo un momento, un instante eterno, en el que sentí el peso de la muerte. Frío. No el frío del calabozo, sino el vacío absoluto, un tirón inexorable. Vi mi cuerpo desde arriba, inerte, y escuché a los sanadores susurrar, sus voces llenas de desesperación.

—¡La estamos perdiendo! ¡Más esencia de lobo plateado! ¡Tenemos que estabilizarla!

Me estaba yendo. Estaba en el limbo, un espacio gris y tranquilo donde el dolor se desvanecía. Y entonces, lo vi. Estaba   allí, esperándome. Dorian. Tan real, tan hermoso como lo recordaba. Vestido de luz, con la misma sonrisa tierna que me había enamorado.

—Dorian... —Mi voz fue un suspiro, un gemido de pura necesidad. Corrí hacia él.

Él me envolvió en un abrazo. Un abrazo que era calidez y paz, que disolvía toda la agonía de los últimos días. Me aferré a él, llorando en silencio. Su olor, a tierra mojada y a fuerza, me llenó los pulmones.

—Llévame contigo, mi amor —le rogué, sintiendo cómo se me desgarraba el alma—. Ya no tengo nada. Por favor, llévame de este infierno.

Dorian me apartó suavemente, tomando mi rostro entre sus manos. Sus ojos, llenos de amor y una tristeza infinita, me miraron profundamente.

—No es posible, mi Isis. Aún no es tu momento.

—No me dejes sola de nuevo. No puedo con esto. Marcus me lo quitó todo...

—Tienes que quedarte —me interrumpió, su voz firme pero llena de amor—. Tienes una misión muy especial. Una que solo tú puedes cumplir. Tu poder, tu luz, es más necesario de lo que crees. No te rindas.

Me abrazó de nuevo, esta vez con una intensidad que casi me dolió.

—Vive por los dos, mi loba. Vive y sé feliz. Nuestro amor fue el más grande regalo, y lo llevaré conmigo hasta que nos volvamos a encontrar.

Se inclinó. Sus labios sobre los míos. Un beso tierno, desesperado, un juramento. Un último aliento de vida que me insufló.

Y luego, la luz se retiró, y él comenzó a desvanecerse. Lo vi partir, y el dolor regresó como un rayo.

—¡Dorian! —grité.

 Regresé a mi cuerpo destrozado con un grito ahogado.

Abrí los ojos de golpe. Estaba en una habitación extraña  sobre la cama. Los sanadores estaban impactados, mirándome como si hubiera regresado del infierno.

—¡Por la Diosa Luna! ¡Regresó! —exclamó uno de ellos, con la respiración entrecortada.

Altea llegó pocos minutos después. Su rostro, generalmente impenetrable, se suavizó al verme, la debilidad me arrastró de nuevo llevándome de nuevo a la inconciencia. 

—Está viva, es un milagro, esta niña es alguien especial, no me queda la menor duda —susurró, tomando mi mano.  —Escúchenme todos, Ahora más que nunca, nadie, absolutamente nadie, debe saber que ella  está aquí. Pido que nadie entre al ala del castillo que nos  pertenece a mi nieto y a mí. Necesitamos total discreción  sobre este asunto.

Los días siguientes transcurrieron en una neblina de medicinas, silencio y el persistente eco de los ojos de Dorian. Me recuperaba. Los sanadores no dejaban de comentar mi asombroso progreso. Mi cuerpo, finalmente libre de la plata, sanaba con una rapidez que desafiaba la lógica.

Me desperté un día con la cabeza despejada, pero desorientada. ¿Dónde estaba? La habitación era majestuosa, con un dosel de terciopelo y muebles elegantes,  pero no la reconocía. Los recuerdos eran confusos: la plaza, los azotes, la voz de Altea.

Me levanté de la cama, tambaleante. El silencio era absoluto. No había nadie custodiando la habitación. Aproveché el cambio de turno de los guardias. Abrí la puerta de madera tallada y salí al pasillo.

Todo era mármol frío y cuadros imponentes, un lujo que contrastaba brutalmente con el barro y la sangre de mi memoria. Caminé por el pasillo, con mis pies descalzos sobre la alfombra gruesa, cada paso alimentando mi confusión.

De repente, lo escuché.

Un sonido gutural, un quejido ronco. Alguien que luchaba por respirar, un cuerpo que se convulsionaba. Mi instinto de Sanadora, ese fuego sagrado que me había definido toda la vida, se encendió. No importaba quién fuera, ni dónde estuviera. Solo había un ser sufriendo.

El sonido venía de una habitación al final del pasillo, flanqueada por dos imponentes estatuas. Los guardias estaban justo en el cambio de turno, sus siluetas desapareciendo por un extremo. Era ahora.

Entré sin dudarlo.

La escena me golpeó. Sobre una cama enorme, un hombre yacía inerte, pero su cuerpo temblaba con espasmos dolorosos, sus sábanas retorcidas. Era apuesto, imponente incluso en su sufrimiento, con cabello oscuro y facciones fuertes. Pero sus ojos estaban cerrados y su respiración era un jadeo desesperado.

Un alfa dormido.

Mi mente de Sanadora tomó el control. Me acerqué a la cama, sintiendo la energía oscura que lo rodeaba. Me arrodillé a su lado y coloqué mis manos sobre su pecho, justo encima de su corazón.

—Tranquilo. —Mi voz, suave pero firme, era solo un murmullo de promesa—. Pronto el dolor pasará. Vamos, respira. No te dejes vencer.

Sentí la lucha en su interior. Algo muy grave le estaba pasando, una maldición fuerte, ancestral. Sentí mi propia debilidad, la reciente recuperación, pero mi energía sanadora comenzó a fluir. Era tenue, apenas un arroyo, luchando contra un torrente maligno que habitaba el cuerpo del hombre dormido. Mi propia fuerza se consumía, pero la energía oscura del veneno comenzaba a ceder, milímetro a milímetro, bajo la presión de mi luz.

Fuera de la habitación, en el pasillo, Altea se detuvo en seco. Había escuchado un ruido extraño y había ido a investigar. Vio la puerta abierta de los aposentos de su nieto. Y lo que vio dentro la dejó sin aliento.

Me miró, a mi, la loba golpeada Y torturada, con las manos puestas sobre el pecho de su nieto, logrando lo que ni todos los sanadores reales habían podido conseguir desde que el rey alfa había caído en desgracia.

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